En el prólogo a su libro, Antifrágil, Nassim Nicholas Taleb, menciona que hay «cosas que se benefician de las crisis; prosperan y crecen al verse expuestas a la volatilidad, al azar, al desorden y a los estresores, y les encanta la aventura, el riesgo, y la incertidumbre«. Y añade que esta propiedad de antifragilidad «detrás de todo o que ha cambiado con el tiempo: la evolución, la cultura, las ideas, las revoluciones, los sistemas políticos, la innovación tecnológica…«
En cuanto a la innovación y desarrollo tecnológico, Taleb responde a la pregunta «¿Cómo podemos innovar?», medio en broma medio en serio con lo siguiente: «Para empezar, debemos meternos en algún aprieto (hablo de un problema que sea serio pero no irreparable)«. Es decir, en el caso de México, algo así como tener funcionario floreros «creando políticas de ciencia, tecnología e innovación» (lo que algunos políticos gustan de nombrar como «motores de transformación»), que han terminado marcando el rumbo basados más en una ideologías política que en metodologías eficaces, bien podría calificar de «aprieto».
La postura de Taleb es que no se puede innovar desde la comodidad: la genialidad surge de la dificultad. De hecho, prosigue diciendo que «lo que innova es el exceso de energía que se libera al sobrereaccionar a un contratiempo«. Lo anterior no excluye que la innovación no pueda engendrarse por la buena planeación y ejecución de políticas públicas a largo plazo en temas científicos y tecnológicos.
Así como el dinero llama al dinero, también podríamos parafrasear que «la innovación atrae a la innovación», o bien, que «el talento atrae al talento». Si bien la pandemia ha dejado más que patente que existen plataformas de comunicación lo suficientemente eficientes para seguir siendo igual o más productivos en muchos sectores, tener la posibilidad de aglutinar en una zona geográfica a un puñado de innovadores o talento humano sigue siendo una buena apuesta en el mediano y largo plazo. Lugares sinónimo de innovación como Silicon Valley en Estados Unidos, podrían dejar de ser «exclusivos» de una nación: por ejemplo, Shenzhen-Hong Kong en China se ha convertido rápidamente en un núcleo de innovación que también atrae al talento de primera fila.
De acuerdo con Informe mundial sobre la propiedad intelectual 2019 publicado por la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual: «Durante la mayor parte del período comprendido entre 1970 y 2000, tres países –los Estados Unidos de América, el Japón y Alemania– coparon dos terceras partes de toda la actividad de patentamiento a nivel mundial«. Sin embargo, «China y la República de Corea son en gran medida responsables de la creciente proporción de nuevas áreas en la generación de conocimientos e innovación: en conjunto, representan más del 20% de las patentes registradas en los años 2015-2017, en comparación con menos del 3% en 1990-1999«.
El reporte también deja claro que las grandes urbes no necesariamente son grandes centros de innovación. Las redes de colaboración que van creciendo en innovación tienen en su centro a las empresas multinacionales, que están asociadas a economías con ingresos altos. Esto no quiere decir que dichas empresas no estén interesadas en las actividades de Investigación y Desarrollo en países con economías de ingresos medianos como China, India y algunos países de Europa del Este.
Resulta claro que para catalizar la innovación hace falta una buen compromiso entre la inversión económica (mediano y largo plazo) y la atracción de talento. Pero qué sucede si la innovación podría estar siendo inhibida por la mera forma de pensamiento (entre otras cosas) de algunos científico(a)s líderes en su disciplina. ¿Es posible que la innovación surja cuando una escuela de pensamiento pierde a su líder? De eso platico brevemente en mi columna semanal.
Este artículo se publicó originalmente en el portal de Cadena Política el 6 de julio de abril de 2022.
¿Innovación por fallecimiento?
El método científico es una herramienta que nos permite adquirir conocimiento: se hace una observación de algún fenómeno que nos llama la atención; nos preguntamos el por qué de tal fenómeno; proponemos una posible explicación (i.e. hipótesis) que se pueda someter a prueba; si la hipótesis se confirma, entonces realizamos nuevas predicciones y volvemos a someterlas a prueba… y así sucesivamente. Un paso importante, pero que muchas veces se omite, bien sea porque se sobreentiende o porque no lo consideran pertinente en el contexto, es la revisión por pares de los resultados obtenidos para su posible publicación en alguna revista o medio especializado.
Generalmente los investigadores proponen revisores que critican, señalan y valoran los argumentos que dan soporte a los hallazgos reportados. Si los autores de un trabajo científico no responden de manera satisfactoria los señalamientos de los revisores, el trabajo se desestima y no se publica hasta que se solventen (de ser posible) las fallas o puntos débiles de la investigación. La inmensa mayoría de los revisores no recibe un pago por dicha actividad por parte de las editoriales; lo hacen por “amor al arte”. Muchas veces la labor de revisión se realiza de manera anónima (aunque este criterio editorial parece estar cambiando en algunas revistas), así como también, en algunos casos, los editores no revelan el nombre ni adscripción con la finalidad de evitar o minimizar posibles sesgos.
Sí, entre científicos también existen sesgos. Hacer ciencia en una actividad humana, y como seres humanos, no estamos exentos de la influencia tanto de nuestros sentimientos e intereses (propios y del lugar donde laboramos) como el de las personas que nos rodean en la crítica al trabajo científico de otros. En el ambiente académico donde se lleva a cabo investigación, la presión por publicar más y en las revistas de mayor prestigio ha creado, por un lado, la aparición de “revistas depredadoras”, propensas al fraude científico. Por otro lado, aprovechando la ley de la oferta y la demanda, algunas de las editoriales más prestigiosas del mundo científico han sido criticadas por “controlar” los porcentajes de aceptación de los artículos sometidos a sus revistas: la calidad queda en segundo término y se favorece el impacto mediático.
Esto ha sido señalado por el Premio Nobel de Fisiología o Medicina de 2013, Randy Schekman: “Un artículo puede ser muy citado porque es un buen trabajo científico, o bien porque es llamativo, provocador o erróneo. Los directores de las revistas de lujo lo saben, así que aceptan artículos que tendrán mucha repercusión porque estudian temas atractivos o hacen afirmaciones que cuestionan ideas establecidas […]Crea burbujas en temas de moda en los que los investigadores pueden hacer las afirmaciones atrevidas que estas revistas buscan, pero no anima a llevar a cabo otras investigaciones importantes.”
Otro científico de primera línea que ha dejado de manifiesto la pugna entre editores por contar con buenas historias de portada, garantizando “revisiones rápidas”, es Svante Pääbo, el científico que secuenció el genoma Neandertal. En su libro “El hombre de Neandertal”, Svante anota, entre los retos científicos y personales de un proyecto de este calibre, que “sospechaba que íbamos a necesitar más para convencer al mundo de nuestros resultados. La ciencia está lejos de la búsqueda objetiva e imparcial de verdades incontrovertidas que los no científicos pudieran imaginar.”
Lo anterior pueden dar la impresión de ser meras rencillas académicas, sin impacto relevante en nuestro día a día. Pero, ¿en realidad es así? Me parece que no. Tomemos por ejemplo una anécdota que me parece encapsula muy bien las pugnas científicas por “imponer” una visión de las cosas valiéndose más por la impresión de autoridad que da la jerarquía administrativa en un instituto de investigación que por la crítica objetiva de una idea: la rivalidad entre James D. Watson (co-descrubridor de la estructura del ADN y premio Nobel de Medicina 1962) y J. Craig Venter quien, junto con su equipo, terminó secuenciando el genoma humano utilizando fondos privados e ideas innovadoras en los algoritmos de secuenciación antes que el “sector público” o gubernamenta, del cual Watson era su abanderado. De allí la rivalidad, porque después de todo, ¿no sería fantástico coronar una carrera científica prominente después de haber descubierto el ADN sino también secuenciar completamente el ADN humano?
Después de que Watson abandonara los Laboratorios Nacionales de Salud (NIH, por sus siglas en inglés) en 1992 en medio de alegatos por posibles conflictos de interés (Watson poseía acciones en algunas empresas biotecnológicas), Craig Venter recibió una visita a sus laboratorios (localizados también en los NIH) de un oficial gubernamental. Después de darle un tour por las instalaciones y mostrarle sus avances científicos, recibió este cumplido por parte del oficial: “Usted obviamente está realizando un trabajo extremadamente bueno”. Extrañado por la felicitación, y porque no le parecía que la formación científica del oficial fuera lo suficiente para calibrar adecuadamente el impacto científico desarrollado por su equipo, Venter intentó indagar más, así que le preguntó a qué se debía su felicitación, que parecía sincera. El oficial respondió: “Esto es Washington, y juzgamos a la gente por la calidad de sus enemigos, y usted, tiene algunos de los mejores.”
Con esto en mente, ¿hasta qué punto la terquedad de algunas “autoridades científicas” puede resultar perjudicial cuando se aferran a ideas no ganadoras o simplemente están más interesados en hacer las cosas “a su manera” en lugar de apoyar nuevas formas de hacer las cosas? ¿Los conflictos interpesonales entre científicos inhiben la innovación? Al respecto, Max Planck señaló hace más de medio siglo: “Una nueva verdad científica no triunfa al convencer a sus oponentes y hacerlos ver la luz, sino porque sus oponentes finalmente mueren y crece una nueva generación que está familiarizada con ella… Una innovación científica importante rara vez se abre camino ganando gradualmente y convirtiendo a sus oponentes. Una nueva verdad científica no triunfa convenciendo a sus oponentes y haciéndoles ver la luz, sino porque sus oponentes eventualmente mueren y crece una nueva generación que la conoce”.
En 2018 un grupo de investigadores decidideron tomar las palabras de Planck como hipótesis de trabajo: ¿realmente la ciencia da saltos cuando fallecen las figuras importantes en una rama científica? De acuerdo con investigadores adscritos a la Oficina Nacional de Investigación Económica (NBER, por sus siglas en inglés) halló que cuando una “luminaria científica” fallece abruptamente, dejando un vacío en el liderazgo de algún (sub)campo científico, viene seguido por un flujo de nuevas ideas e innovación. Y quienes llenan ese vacío no son precisamente los colaboradores más cercanos a la figura del líder científico sino que son los investigadores de disciplinas científicas distintas los que terminan impulsando el campo de estudio y eventualmente sus carreras científicas. De hecho, una vez fallecido el líder científico, los colaboradores registran una caída en el número de publicaciones: vivir a la sombra de una luminaria científica no es necesariamente el mejor camino para producir avances científicos innovadores.
Pareciera, a veces, que los limites de la cienca son los límites de nuestra habilidad para resolver los conflictos en la comunicación apropiada de nuestras ideas que surgen entre colaboradores o líderes científicos (“vacas sagradas”). El conflicto de ideas puede traer creatividad y ser un campo fértil para nuevas ideas con el potencial de cambiar nuestras vidas, si no a corto plazo, sí a mediano o largo plazo.
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